/ domingo 12 de agosto de 2018

Fin de la guerra en Siria no significa paz

Todas las milicias participantes conservan influencia y controlan territorio que resultarán decisivos a la hora final

Francia – La inminente capitulación del grupo yihadista Estado Islámico (EI) pondrá punto final a las hostilidades a 7 años de guerra en Siria. Pero el cese de los combates no significará –ni mucho menos– el retorno a la paz. El país parece condenado a transformarse en escenario de una nueva lucha de influencias entre las potencias que despedazaron al poder y que ahora se preparan a capitalizar los dividendos del apoyo que le brindaron a Bashar el Assad para que pudiera mantenerse en el poder.

Los expertos en Oriente Medio perciben como una paradoja histórica el futuro de Siria, que parece condenado a reproducir la desestabilización que conoció el Líbano desde 1975, provocada —precisamente— por las ambiciones y la injerencia del régimen de Damasco.

En el teatro de sombras que se percibe detrás de los campos de batalla se adivina la presencia de los grandes actores mundiales y regionales que gravitaron durante ese conflicto que provocó más 465.000 muertos y desaparecidos, obligó al destierro a más de cuatro millones de refugiados y transformó los frágiles equilibrios geopolíticos de Oriente Medio.

Estados Unidos, Rusia, Israel, Irán, Turquía, Arabia Saudita, Qatar, los kurdos y las múltiples milicias chiitas que orbitan en torno del grupo pro-iraní Hezbolah –es decir todos los que tuvieron un protagonismo esencial en la guerra– conservan influencia y controlan porciones de territorio que resultarán decisivos a la hora de las decisiones cruciales.

Un componente capital del nuevo puzzle es la prescindencia israelí con respecto a Bachar el Assad. En su último viaje a Moscú, el 14 de julio, el primer ministro Benjamin Netanyahu le hizo saber al líder ruso Vladimir Putin que no tenía objeciones a la permanencia de Assad en el poder. La única condición es que el régimen siga respetando el statu quo derivado de la Guerra de los Seis Días, en 1967, y mantenga al Hezbolah y las otras milicias chiitas a más de 50 km de la frontera con Israel.

Esa zona de exclusión rige también para Irán y sus aliados. Por ahora, los estrategas de Tsahal —las fuerzas armadas israelíes— reclaman un repliegue. Pero a largo plazo exigen el abandono total de las posiciones que ocupan en el país. Netanyahu también le advirtió a Putin que no tolerará ­—de ninguna manera— los esfuerzos de Irán por implantar una infraestructura permanente en Siria.

Tampoco aceptará la estrategia desarrollada por el Hezbolah en previsión del final de la guerra. Además del enorme potencial militar que construyó en las proximidades de la frontera con Israel con ayuda de Irán, el movimiento que dirige Seyyed Hassan Nasrallah asienta en forma subrepticia a sus fieles en los territorios controlados por sus milicias, radican a sus familias en casas abandonadas por los refugiados, compran industrias y comercios, crearon “células dormidas” que despertarán en el momento adecuado y se instalan para un proceso que conciben como una suerte de colonización definitiva del sur de Siria.

Hay incluso un cambio sensible de los equilibrios demográficos y religiosos. Los servicios de inteligencia israelíes también aseguran que los pasdarans (Guardianes de la Revolución que dependen directamente del Guía de la Revolución) crearon una milicia siria independiente del Hezbola.

Algunos expertos sospechan que el objetivo a largo plazo es la creación de una entidad chiita independiente. Esa perspectiva resulta inconcebible no solo para Israel, Estados Unidos y los kurdos, sino también para los países sunitas de la región como Irak, Turquía, Arabia Saudita y Qatar, que temen una eventual “expansión chiita”, teleguiada por Irán.

Estados Unidos confía en la influencia que tendrá el boicot económico, lanzado después de retirarse del acuerdo nuclear de 2015, para favorecer una implosión del régimen de los ayatolas que provocaría una inflexión de la estrategia de Irán y ­—eventualmente— un reemplazo del poder.

El presidente Recep Tayyip Erdogan, por su parte, aspira a conservar una presencia turca en el norte de Siria para proteger a las fuerzas de oposición a Assad y mantener bajo control a los kurdos.

La mutilación de algunas porciones de territorio no es el único peligro que acecha al régimen. Aunque logre mantenerse en pie, Assad jamás podrá recuperar la autoridad que tenía antes del estallido de 2011 porque 7 años de guerra generaron la emergencia de auténticos señores de la guerra que salvaron al régimen y que ahora aspiran a compartir el poder.

Eso significa que el cese de hostilidades no marcará el verdadero fin de la guerra. En todo caso, la ausencia de guerra —como diría Raymond Aron— no significa necesariamente un estado de paz.

En ese contexto, Siria parece más bien condenada a sumergirse en un proceso de desestabilización endémica similar a la que fomentó durante décadas el régimen de Damasco en el Líbano. Un remake de ese funesto escenario tiene el aspecto de esas “farsas miserables” que, según Karl Marx, se producen cuando la historia se repite.


Francia – La inminente capitulación del grupo yihadista Estado Islámico (EI) pondrá punto final a las hostilidades a 7 años de guerra en Siria. Pero el cese de los combates no significará –ni mucho menos– el retorno a la paz. El país parece condenado a transformarse en escenario de una nueva lucha de influencias entre las potencias que despedazaron al poder y que ahora se preparan a capitalizar los dividendos del apoyo que le brindaron a Bashar el Assad para que pudiera mantenerse en el poder.

Los expertos en Oriente Medio perciben como una paradoja histórica el futuro de Siria, que parece condenado a reproducir la desestabilización que conoció el Líbano desde 1975, provocada —precisamente— por las ambiciones y la injerencia del régimen de Damasco.

En el teatro de sombras que se percibe detrás de los campos de batalla se adivina la presencia de los grandes actores mundiales y regionales que gravitaron durante ese conflicto que provocó más 465.000 muertos y desaparecidos, obligó al destierro a más de cuatro millones de refugiados y transformó los frágiles equilibrios geopolíticos de Oriente Medio.

Estados Unidos, Rusia, Israel, Irán, Turquía, Arabia Saudita, Qatar, los kurdos y las múltiples milicias chiitas que orbitan en torno del grupo pro-iraní Hezbolah –es decir todos los que tuvieron un protagonismo esencial en la guerra– conservan influencia y controlan porciones de territorio que resultarán decisivos a la hora de las decisiones cruciales.

Un componente capital del nuevo puzzle es la prescindencia israelí con respecto a Bachar el Assad. En su último viaje a Moscú, el 14 de julio, el primer ministro Benjamin Netanyahu le hizo saber al líder ruso Vladimir Putin que no tenía objeciones a la permanencia de Assad en el poder. La única condición es que el régimen siga respetando el statu quo derivado de la Guerra de los Seis Días, en 1967, y mantenga al Hezbolah y las otras milicias chiitas a más de 50 km de la frontera con Israel.

Esa zona de exclusión rige también para Irán y sus aliados. Por ahora, los estrategas de Tsahal —las fuerzas armadas israelíes— reclaman un repliegue. Pero a largo plazo exigen el abandono total de las posiciones que ocupan en el país. Netanyahu también le advirtió a Putin que no tolerará ­—de ninguna manera— los esfuerzos de Irán por implantar una infraestructura permanente en Siria.

Tampoco aceptará la estrategia desarrollada por el Hezbolah en previsión del final de la guerra. Además del enorme potencial militar que construyó en las proximidades de la frontera con Israel con ayuda de Irán, el movimiento que dirige Seyyed Hassan Nasrallah asienta en forma subrepticia a sus fieles en los territorios controlados por sus milicias, radican a sus familias en casas abandonadas por los refugiados, compran industrias y comercios, crearon “células dormidas” que despertarán en el momento adecuado y se instalan para un proceso que conciben como una suerte de colonización definitiva del sur de Siria.

Hay incluso un cambio sensible de los equilibrios demográficos y religiosos. Los servicios de inteligencia israelíes también aseguran que los pasdarans (Guardianes de la Revolución que dependen directamente del Guía de la Revolución) crearon una milicia siria independiente del Hezbola.

Algunos expertos sospechan que el objetivo a largo plazo es la creación de una entidad chiita independiente. Esa perspectiva resulta inconcebible no solo para Israel, Estados Unidos y los kurdos, sino también para los países sunitas de la región como Irak, Turquía, Arabia Saudita y Qatar, que temen una eventual “expansión chiita”, teleguiada por Irán.

Estados Unidos confía en la influencia que tendrá el boicot económico, lanzado después de retirarse del acuerdo nuclear de 2015, para favorecer una implosión del régimen de los ayatolas que provocaría una inflexión de la estrategia de Irán y ­—eventualmente— un reemplazo del poder.

El presidente Recep Tayyip Erdogan, por su parte, aspira a conservar una presencia turca en el norte de Siria para proteger a las fuerzas de oposición a Assad y mantener bajo control a los kurdos.

La mutilación de algunas porciones de territorio no es el único peligro que acecha al régimen. Aunque logre mantenerse en pie, Assad jamás podrá recuperar la autoridad que tenía antes del estallido de 2011 porque 7 años de guerra generaron la emergencia de auténticos señores de la guerra que salvaron al régimen y que ahora aspiran a compartir el poder.

Eso significa que el cese de hostilidades no marcará el verdadero fin de la guerra. En todo caso, la ausencia de guerra —como diría Raymond Aron— no significa necesariamente un estado de paz.

En ese contexto, Siria parece más bien condenada a sumergirse en un proceso de desestabilización endémica similar a la que fomentó durante décadas el régimen de Damasco en el Líbano. Un remake de ese funesto escenario tiene el aspecto de esas “farsas miserables” que, según Karl Marx, se producen cuando la historia se repite.


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