Hubo carencias en la familia de Gregoria Mejía Aguilar, también defunciones: por sarampión de un hermanito y tosferina de una hermanita, enfermedades de las que no se contagió en su infancia, en la primera mitad del siglo pasado. Ella nació un 14 de noviembre de 1920 en Singuilucan, con ayuda de una partera; su mamá Josefa Aguilar “la trajo al mundo” y antes de cumplir su primer año de vida, llegaron a vivir a San Antonio El Desmonte, en Pachuca, a una humilde vivienda en la calle de Pirules, con sus hermanos y papá Felipe Mejía Flores.
Después de acudir a una consulta médica en el ISSSTE del bulevar Felipe Ángeles, donde le informaron que sus tímpanos ya estaban deteriorados por el tiempo y había perdido la capacidad auditiva, le queda en un oído 20 por ciento y en el otro 40, “con el aparato mejoró bastante” escuchó mejor las preguntas del reportero.
Con el apoyo de su nieta América Elizabeth, quien además la fotografió, se hace un recuento aproximado de la ascendencia de su abuelita, a 102 años del nacimiento: 10 hijos, le sobreviven siete; aproximadamente 30 nietos, 40 bisnietos y 10 tataranietos, que son la alegría de la mujer longeva. “Me da mucha felicidad ver que no caben en la casa cuando todos vienen a visitarme”, dijo emocionada. A los 19 años tuvo su primer embarazo, producto de la unión con José Ortega Daniel de 18 años, que se dedicaba al campo.
Cuando ya eran tres hijos, se casaron por la iglesia y tiempo después por lo civil. En total entre hijas e hijos, procrearon 10. De niña, en medio de la pobreza familiar, debían caminar de San Antonio al mercado municipal de Francisco I. Madero en “La Surtidora”, sin zapatos o a veces montada en un burro. Gregoria tiene aproximadamente un año que perdió a un hijo por el Covid-19. Dos días antes de ser diagnosticado la visitó y no la contagió.